{Siguiendo las instrucciones} - {August}

De alguna forma, él ya sabía de quién era la música. Cuáles eran los dedos prodigiosos que rozaban las cuerdas de aquella música de violín. Pensó si salir o no, porque todavía se sentía avergonzado consigo mismo. Entonces recordó aquellas palabras que le dijo hacía algunos días. "Altruista, valiente y fiel". Así era como debía ser. Observó la escena desde una de las ventanas estrechas de la caravana. Era una escena perfecta; ella, en toda su etérea belleza, parecía una visión. No menos esperaría de una diosa. Ahora que había recuperado sus recuerdos adultos después de la maldición que los había sumido a todos en un estado infantil, Pinocho la reconocía como lo que era; la diosa de la armonía.

Sabía que lo que le proporcionaba Stelle era una segunda oportunidad. Pero, ¿estaría él dispuesto a tomarla? ¿O prefería dejarse sumir en los remordimientos? Tal vez ya había sido suficiente. Ahora era momento de arreglar las cosas. El encuentro con su padre, y el posterior ataque de la maldición le había devuelto, de alguna manera, el valor del que siempre había carecido. Si salía allí, al páramo, y se enfrentaba a su pasado, quizá tuviera una oportunidad. Debía enmendar sus errores.

Salió fuera y se fue acercando hasta donde estaba la figura pura tocando aquella música celestial. Ya no sentía vergüenza, no al menos delante de ella, porque sabía que Stelle no lo juzgaría. Como no lo había hecho su padre tampoco. Ella lo había ayudado cuando sólo era un niño desvalido, y, de alguna manera, se sentía en deuda con Stelle.

-Al final has venido -fue lo único que dijo. En verdad había dudado, por un instante. Pero al final ahí estaba- Y has encontrado la caravana. Yo que pensaba que la tenía bien escondida -en su rostro de madera se dibujó algo parecido a una sonrisa. Triste, pero una sonrisa después de todo.

Escuchó a Stelle con atención. Había algo en su tono de voz y en sus gestos que no dejaban lugar a dudas de que debía ser un ser divino; superior en muchos aspectos a la simplicidad mortal (incluso cuando estos mismos mortales se tratasen de "fábulas" fantásticas). Algo en ella decía que era superior de algún modo, ya fuese en su forma de ver o interpretar el universo. Como si tuviera una conciencia más plena de lo que estaba sucediendo.

No sabía cómo reaccionar ante la revelación de ella. "Desde ese día en la cafetería comenzó tu prueba". De alguna manera, August ya lo sabía. O, al menos, lo intuía. Que ahí había comenzado su camino hacia el éxito o la derrota definitiva. Sus remordimientos lo carcomían por dentro, y no dejaba de pensar y de pensar en lo que había hecho mal. Y en lo que podría haber cambiado la vida de la Salvadora si él no hubiese acertado la oferta de aquel muchacho y no la hubiese dejado sola, a merced de un mundo que no conocían del todo. Con sufrimiento y caídas Pinocho aprendió a desenvolverse de la única forma en la que había aprendido. Ahora sabía que eso tampoco fue la forma correcta.

Todo dependía de él ahora. ¿Estaría dispuesto, como había dicho Stelle, para abrazar su nuevo camino?

-No lo sé. ¿Si te digo que tengo dudas todavía? ¿Que no me siento del todo merecedor de esta segunda oportunidad? ¿Que tengo... miedo? -se estaba sincerando. Se estaba sincerando con ella de una manera en la que nunca se había sincerado con nadie, ni si quiera con su padre. Por algún motivo, con ella era más fácil. Después de todo, pensar que Stelle tenía una perspectiva más amplia de todo le daba cierta confianza. Si lo pensaba detenidamente, era casi como rezar- Pero supongo que no tengo otra opción, ¿no? -mentira. Siempre había opciones. Solo que unas eran más difíciles que otras. August siempre había tomado las fáciles por miedo. Supuso que ahora sería el momento ideal para ser altruista, valiente y fiel, de una vez por todas.

"Está solo en tus manos"

En efecto, Stelle tenía razón. Sólo él podía curar la enfermedad que le devoraba por dentro. Ni la ciencia, ni la magia. Sólo él. Repasó mentalmente y con rapidez todos los errores de su vida. Y supo que no habría un balance justo hasta que no se decidiera a avanzar. El cambio, no iba a mentir, lo aterrorizaba. Pero sin él no habría posibilidad de reparar nada. Stelle lo sabía. Lo había visto antes que nadie, incluso que él mismo, en su infinita visión que sólo los dioses podían tener de todo y de todos. Tal vez sólo necesitaba eso; un empujón, alguien que le expusiese las cosas tal y como eran. "Ya es hora". Se dijo. Sí. Ya era hora.

Respiró hondo unos instantes y desvió la mirada de Stelle al frente y viceversa. Era un día claro y despejado en Storybrooke. Con total seguridad, nada podría cambiar la pequeña rutina del pueblo aquel día. Pensó en Gepetto y en su último encuentro que no había acabado demasiado satisfactorio para ambos. Pero cuando volviese a brazos de su padre lo haría como un humano, por fin. Con el corazón en la mano. Con todos su defectos y con todas sus virtudes que, aunque le costase ahora enumerarlas, habrían de existir en alguna parte de él. Se cruzó de brazos y alzó la mirada al cielo despejado de nubes.

-Estoy preparado -dijo por fin. Aunque no la estaba mirando en aquel momento, supo que ella estaba sonriendo. ¿Habría planeado todo esto desde el principio de los principios? ¿Tendrían todos en aquel pueblo algún tipo de destino, de ventura inusitada controlada por ellos, los dioses? Muchos también habían quedado aprisionados por la poderosa maldición de la Reina. Y, sin embargo, como ya hizo el Oscuro una vez, August no pudo evitar pensar que tal vez aquello también estaba premeditado a pasar.

No dijo nada más. No hacía falta. Ya estaba todo dicho. Y lo que no, no faltaría mucho por dejarlo escapar de sus labios. Se reservaba para su padre. Su amado padre que lo había querido aún todavía con sus fallos. El padre que había creído en él y al que había decepcionado. Se prometió. Se juró, que eso no volvería a pasar más.

Hizo lo que le pidió, sin dudar. Cerró los ojos y, por un momento, olvidó todo: sus errores, su culpa, su pena. En ese momento sólo percibió los dedos suaves de la diosa operando por su rostro. Sintió un hormigueo, un leve cosquilleo que le indicó que la magia estaba haciendo su efecto. Poco a poco, pudo sentir el viento sobre su rostro, de piel, de carne y hueso, no madera. Abrió los ojos, de nuevo, tal como ella le había indicado. Agarró el espejo que le ofrecía, y se llevó una mano a su rostro, palpando lo que creía que no podía ser. Volvía a verse reflejado el viejo Pinocho, aquel hombre de mirada triste, azul, barba descuidada y cabellos oscuros. Era él pero no lo era a la vez. Era un August distinto. Él lo sabía. Stelle le había dado una segunda oportunidad, y ahora, más que nunca, debía enmendar sus errores; y sabía perfectamente cómo empezar.

Un susurrado y todavía admirado "gracias" salió de sus labios. Observó durante unos instantes a Stelle, sabiendo aún que aquella palabra se quedaba corta para expresar todo lo que quería decirle. Pero ella tenía razón; debía encaminarse e ir a ver a su padre. Lo había echado de menos de manera indescriptible, insoportable. Había crecido en aquella tierra sin magia sin la figura de Geppetto, y eso había creado en él un sentimiento de despecho al principio que, poco a poco, empezó a convertirse en nostalgia.

Se puso en pie. El dolor de su pierna había remitido también gracias al hechizo de Stelle. Se despidió de ella con un simple gesto de la cabeza y puso camino hacia el taller de Gepetto, o Marco, como se hacía llamar ahí. Había muchas cosas que explicar todavía.

Sí. Había mucho por cambiar todavía.