[NNJ] Ella es mía (Lexie)

Fue como si abriese los ojos por primera vez al mundo. Le dolía la cabeza y no sabía donde estaba. La ropa que llevaba le quedaba tan grande como si se hubiese metido de cabeza en el armario de otra persona. De una persona mayor. Pero aquella ropa no se parecía a nada que recordase, y el lugar en el que estaba parecía sacado de uno de esos libros que a su hermanastro tanto le gustaba robarle a los vecinos. Y, hablando de él, ¿dónde estaba Clopin?

Había muchos niños en aquella sala, y gente con expresiones en la cara que daban la impresión de ser de miedo. Pero la pequeña Esmeralda bien conocía el miedo, y no era solo lo que expresaban aquellas caras.
Buscó a su hermanastro por toda la sala, pero Clopin no estaba. Lo llamó a voz en grito, pero no aparecía por ninguna parte. Desconsolada, Esmeralda se sentó en el suelo y empezó a llorar.
Era la primera vez en toda su vida que estaba sola en un lugar que no conocía. Siempre había tenido a los gitanos para cuidar de ella, y en ese momento parecía no haber ninguno.

Por el rabillo del ojo vio acercarse a una mujer mayor. No era como los de su comuna, era delgada y de tez clara, con el cabello dorado como las niñas ricas de París. Al acercarse a ella pensó en gritar y salir corriendo, pero se quedó quieta, ya que parecía tener buenas intenciones. Se sentó junto a ella y le habló, cometiendo un grave error con su primera pergunta.

-¡Mi madre está muerta! ¿Qué sabrá una rubia rica como tú sobre mí? Los ricos como tú creéis que lo sabéis todo. ¡Pues no sabéis nada!

Dolida y enfadada por lo que le había dicho aquella chica mayor, Esmeralda se levantó de su asiento y, cogiendo sólo la camisa que llevaba puesta, decidió salir de aquella sala.

Por mucho que quisiese correr y esconderse de aquella mujer, había conseguido alcanzarla. No sabía por donde ir, no conocía aquel lugar, pero su instinto le decía que había un buen refugio cerca. Pero no podía ir más rápido que ella.
Había llegado a una plaza grande, llena de gente que la miraba como si de un bicho raro se tratase. Era cierto que solo iba vestida con una camisa de mayor, y que iba descalza, pero eso para ella no era problema.

-¡Déjame en paz!-gritó, intentando zafarse de ella

Sabía su nombre, pero no se extrañó. Mucha gente lo sabía. Sabía que aquel no era su verdadero nombre, que solo la habían apodado así por el color de sus ojos y un colgante que llevaba al cuello desde que podía recordar. Pero si tanto sabía aquella mujer de ella debería saber su verdadero nombre, ¿verdad?
Aquella mujer podría creerse muy lista y muy mayor en comparación con una niña como Esmeralda, pero no tenía su astucia, estaba claro. Se le veían las intenciones desde muy lejos, quería hacerla caer, aunque no sabía cómo.
Si lo que quería era que ella respondiese, eso haría.

-¿Ah, sí? No me hacen falta tus respuestas, no quiero que me sigas persiguiendo. ¿Es que te crees más lista que yo?-se plantó frente a ella con los brazos en jarras.

La niña creía que tenía las respuestas suficientes como para plantarle cara a aquella mujer, pero el comentario que hizo sobre una persona que la quería y a quien ella no recordaba la dejó completamente sin palabras. Había pocas personas a las que no recordase, y menos aún a las que no recordase y la quisieran. ¿Significaba entonces que su madre, su verdadera madre, estaba allí?

Cuánto más decía aquella mujer, menos se creía la Esmeralda. No porque no creyese que su madre estaba en aquella sala, que tenía la corazonada de que era cierto, sino porque había algo extraño en aquella mujer, de la que desconocía el nombre. Algo que le hacía sentirse indefensa y desprotegida, algo maligno, algo como la brujería. Podía decirse que los niños que habían crecido como ella en un ambiente de bohemios y zíngaras, comúnmente llamados gitanos, tenían una percepción diferente del mundo de la magia. Sabían que existía, pero debían llevarlo en secreto por miedo a morir en la horca o en la hoguera.

La Esmeralda se acarició el cuello mientras pensaba en una de sus "tías" colgando de la soga, y cayó en la cuenta de que no llevaba puesto su collar. El collar de esmeralda que le había regalado su hermanastro, y que le había dicho que tenía poder para encontrar a sus verdaderos padres. El corazón se le encogió y no pudo hacer más que ahogar un grito. Sólo podía pensar en que se le podía haber caído cuando se encontró vestida con ropas de mayor, y que estaría en aquella sala que recordaba llena de niños y en que la extraña mujer había dejado caer que estaba su madre. Quizá por eso se había quedado allí, para demostrarle que realmente tenía el poder de encontrar a los parientes que había perdido.

La pequeña bohemia echó a correr con sus pequeños pies descalzos hacia el lugar del que había salido, pero no conocía donde se encontraba, y rápidamente se vio perdida. Estaba casi desesperada, sabiendo que su lugar estaba en aquella sala, con su collar mágico y su madre de verdad. Pero no sabía cómo llegar, y no conocía a nadie más que a aquella mujer que apestaba a brujería. Pero aún así siguió corriendo.

No sabía hacia dónde se dirigía, sólo quería estar cuánto más lejos posible de aquella mujer. Mientras corría, no podía dejar de mirar hacia atrás, para estar segura de que no la seguía, aunque, si de verdad era bruja, tal como la niña se creía, la alcanzaría sin necesidad de correr tras ella. Pero tenía miedo, más miedo del que había tenido en mucho tiempo. Hacía demasiado que no se encontraba tan sola y tan perdida, desde que murió su madre. Sabía que no era su madre, que la había acogido, pero la Esmeralda la había querido como tal, y cuando una enfermedad se la llevó, se vio vagando solitaria por las calles de París. Hasta que Clopin y su familia la acogieron en el seno de la Corte de los Milagros.
Pero aquella ciudad era muy distinta a París.

A lo lejos distinguió una voz que la llamaba, que clamaba su nombre. No sabía de donde provenía, pero intentó llegar a ella lo más rápido que pudo. Era una voz de mujer, pero no era la bruja. Aquella voz sonaba cálida, y parecía sufrir al nombrarla. ¿Sería ella? Si de verdad era ella debía saber cuál era su verdadero nombre, ya que la Esmeralda era simplemente un apodo que le habían dado en la Corte de los Milagros por sus ojos y el collar que siempre llevaba, y que en aquel momento había perdido.

De lejos vio a una mujer de larga cabellera negra. Era ella quien la llamaba, y al verla, la abrazó como nunca nadie había hecho. Las lágrimas se agolparon en los ojos de la niña, y se aferró al olor del cabello de aquella mujer. Temblaba de miedo, pero en aquel momento se sentía protegida, más de lo que podía expresar con palabras.

-¿Eres mi madre? ¿Eres tú?-dijo, sollozando y mirándola a los ojos-¡Demuéstrame que eres mi madre! ¡Dime mi nombre! Por favor... por favor

No sabía qué quería, ni sabía qué hacer, sólo sabía que aquella mujer la hacía sentir segura. Tenía cierta idea del nombre que se le había dado al nacer, cuando, según le dijeron, fue arrebatada a su verdadera madre y entregada a los gitanos. Pero, ¿por qué lo habían hecho?
Aquella mujer de oscuro cabello la miró, fijamente a los ojos, ojos llenos de lágrimas de miedo y pesar, y le dijo lo que ella creía que no pasaría jamás.

Dijo su nombre, el nombre que le habían dado al nacer, nombre que llevaba bordado en el vestido que llevaba el día que su madre la perdió de vista un momento y terminó en manos de los bohemios de París. Alexandra, nombre de miembro de la realeza, le habían dicho tiempo atrás, nombre por el que pensó que jamás respondería.
Y, sin quererlo, el colgante había hecho lo que debía. No lo llevaba puesto, pero la había ayudado a encontrar a su familia verdadera. No temía ya dejar atrás su vida de miseria en la Corte de los Milagros, sólo quería permanecer allí, junto a su madre, y recordar para siempre el olor de su cabello.

Sollozó con la cabeza apoyada en el pecho de la casi desconocida, dándose cuenta de que no sabía su nombre. Alzando la vista, intentó sonreír y hablar, pero las palabras le salieron un poco atropelladas.

-¡Mamá! Sabía que eras tú. ¿Has visto mi collar? El de la esmeralda, creo que lo he perdido. Y... y... ¿sabes quién era esa mujer que me seguía? Me decía cosas malas, no quería que estuviese contigo. Pero, no sé tu nombre, ¿cómo he de llamarte?

No le importaba saber qué había ocurrido para que se perdiese y terminase con los bohemios y las zíngaras, sólo le importaba que por fin había encontrado su sitio.

Todo ocurría tan rápido que aún no había caído en la cuenta de que no había preguntado por si tenía un padre. No es que fuese algo demasiado importante para ella, porque sentía que sólo con tener a Selennaya como madre le parecía la situación perfecta que había soñado toda la vida.
El nombre de su madre se le trababa, le parecía difícil de pronunciar. Quizá fuese extranjera, se veía que no era ni francesa ni formaba parte del pueblo gitano. Y eso le gustaba, ya que nunca se había sentido una bohemia completamente, sabía que su origen estaba lejos.

Intentó asimilar lo que su madre le decía de la forma menos infantil posible. Sheryanna, otra con nombre complicado, quería separarlas sólo para llegar hasta su madre. Se le pasaron infinidad de relaciones entre su madre y ella por la mente. Hermanas, primas, incluso amantes. Puede que para cualquier otro niño eso no fuera ni siquiera una opción, pero la Esmeralda había visto con sus propios ojos a dos mujeres que se amaban, y cuyo amor no era repudiado por los gitanos, sino que las habían arropado y dado su apoyo. Aunque fuera de la Corte de los Milagros las hubiesen quemado por brujas si algún religioso se hubiese enterado.

-Selenn... Selenn... ¡no me sale!-dijo, con un grito infantil-¿Puedo llamarte Selenna? Es que el largo no me sale, es muy difícil. Pero, mamá, ¿por qué quiere alejarme de ti? ¿Es que acaso no le gusto o es que quiere hacerte daño?

Ella sabía que, pese a su corta edad, había visto cosas con las que otros niños habrían tenido pesadillas de por vida. Que lo llevase con naturalidad no significaba que no estuviese asustada, y mucho más desde que había encontrado a su madre. En ese momento ya sabía que la bruja no sólo iba a por ella, sabía que, aunque la pregunta que había hecho pudiese sonar infantil, lo que quería era hacer sufrir a alguna de las dos.