Just a normal day [A. Hopper]

Archie Hopper era un hombre sencillo, con gustos sencillos. No le gustaba demasiado las exhuberantes tiendas de los centros comerciales, ni tampoco las grandes cadenas multinacionales que hacía que todo el mundo visitiera y sintiera igual, con un uniforme maltrecho y cambiante según las modas. Archie tenía el extraño pensamiento de que cada objeto debía ser particular y único; que existía un elemento para cada persona. Por eso, adoraba las antigüedades.

La tienda del señor Gold era la única en Storybrooke especializada en piezas antiguas. Si bien Archie Hopper conocía la reputación del dueño de la tienda, no estaba en su personalidad el juzgar a nadie. Sí. El señor Gold imponía, tanto o más que la propia alcaldesa. Y no era porque hubiera tenido enfrentamientos directos con él, al contrario. Nunca había tenido el mayor problema con el señor Gold, porque Archie ya se ocupaba de no tenerlos. Pero había algo en aquel hombre, detrás de aquel traje elegante, y de ese bastón de madera fina que...

Bueno, daba lo mismo.

Entró en la tienda y el suave tintineo de la campanilla avisó de su llegada. No había nadie por allí, así que supuso que el señor Gold estaría en la trastienda. Mientras decidía si salir o no, Archie Hopper se aventuró a dar una vuelta por las antigüedades. En la Mr. Gold Pawnbroker podías encontrar casi de todo. Libros de ediciones ya descatalogadas, relojes suizos que databan del siglo XIX, objetos de porcelana, muebles imperiales... ¿de dónde habría sacado tanta maravilla?
Embobado como estaba, Archie Hopper no se había dado cuenta, hasta pasados unos minutos, de que el dueño de la tienda había salido a recibir a su cliente.
-Ah, buenos días, señor Gold -ladeó una sonrisa cálida-. Estaba mirando

Estaba de espaldas al mostrador desde donde yo lo miraba, pero no me hizo falta ni ver su rostro ni escuchar su voz para reconocerlo. El doctor Hopper era fácilmente reconocible y él no era ni siquiera un poco consciente de ello. Su pelo rojizo, rizado de forma desordenada sobre su cabeza, su ropa clásica algo extraña en este mundo que le hacía parecer estancado en el tiempo, como si fuese consciente de la maldición. Y aquel eterno paraguas que siempre cargaba encima hiciese buen día o no. Una vez fue consciente de mi silenciosa presencia, se giró completamente para mirarle y yo me limité a devolverle la mirada con un rostro tranquilo y una sonrisa suave en mis labios.

Hopper no me caía mal, tampoco me caí bien, pero era un perro faldero de Regina y eso lo convertía aún en el enemigo. También estaba aquel pequeño encontronazo entre nosotros en el mundo mágico que, por fortuna, él no recordaba. Que sí, yo no había sido la mano ejecutora sino más bien sus padres, pero uno nunca podía confiar en que el rostro apaciguado y de "buena persona" del grillo no ocultaba la rabia hacia mi persona.

- Puedo ver - respondí con una mueca irónica en mi rostro. Era algo clásico en mí, el sarcasmo salía con tan fluidez de mi boca que apenas era capaz de contenerlo, tampoco era que pusiese mucho esfuerzo de mi parte. - ¿Y vio algo que le gustó, Doctor? - Añadí al rato, tomando mi bastón y caminando en pasos lentos hacia él. Al igual que cuando era Rumpelstiltskin, con Gold también tenía mis "manierismos", mis pequeñas muecas enigmáticas, mis andares seguros y pausados cual guepardo cazando. Todo con el único objetivo de poner en tensión a mi invitado pese a que en apariencia yo estuviese siendo amable con él.

Archie Hopper era una persona impresionable, o al menos, susceptible ante personas poderosas. Ya le ocurrió con Regina Mills, y el señor Gold era otra de las figuras de Storybrooke que, si bien no temía del todo, le imploraba respeto y en no meterse demasiado en sus asuntos. Por lo que al psicólogo respectaba, un saludo templado cada vez que lo veía pasar por la calle era más que suficiente para que su relación fuera lo más cordial posible. Y bueno, sí, de vez en cuando se pasaba por su tienda, porque lo fascinaba.

La tienda de antigüedades del señor Gold era una maravilla sacada de otro tiempo. De otra realidad, quizá. Porque todo lo que guardaba el señor Gold en aquella tiendecita de la calle de la esquina no lo podías encontrar en ninguna otra parte. Tal vez era eso lo que más le llamaba la atención al psicólogo. Dio una vuelta hasta que sus ojos se posaron en una pareja de muñecos de madera; un hombre y una mujer. Sin saber exactamente la razón, a Archie Hopper se le hizo un nudo en el estómago. Se acercó un poco más a los objetos, y hasta se atrevió a tocarlos un poco. El tacto de la madera era suave. Parecían muy viejos aunque ni siquiera tenían ni una mota de polvo encima. A Archie Hopper le gustó esa pareja de marionetas, le recordaba a tiempos muy antiguos y a lugares lejanos y ficticios, donde la magia podía existir, los grillos podían hablar, y a los niños malos les crece la nariz con cada mentira que dicen.

Pero la voz tersa del señor Gold lo sacó de sus fantasías.
-Oh, sí... ¿de dónde... de dónde ha sacado estas marionetas? -inquirió contestando a su pregunta y señalando a la pareja de madera.

No me hubiera hecho falta preguntarle, sabía perfectamente qué era lo que le había fascinado al pisquiatra. Normalmente la gente venía aquí con un objeto en mente. Por supuesto, ninguno de ellos solía ser consciente de ésto. La mayoría de las veces la maldición les impediría acceder al recuerdo, como un bloque de hormigón tan alto que sus muros eran imposibles de escalar por la mente humana. Otras veces, el objeto les había aparecido en sueños y, antes de que fuesen conscientes, habían llegado a mi tienda y lo estaban buscando sin saber si quiera qué era lo que buscaban. Algunas pocas, ese objeto estaba ya en su posesión, ya había sido vendido por mi y ellos no tenían ni idea de que lo único que había hecho era venderles un objeto que ya era suyo.

Archibal debía haber sentido la necesidad de buscar un objeto y, ahora que lo tenía en frente, debía haber sentido algo que lo había atraido a él. Le sonreí levemente y tomé una de las marionetas en mi mano, la que representaba a una mujer. Eran unas marionetas de una talla perfecta, tanto que parecían reales, pero con una expresión en su rostro, de puro horror, bastante terrorifica - Llevan aquí mucho tiempo, Doctor... Me extraña que no se haya fijado antes - Porque ésta no era la primera visita que hacía el médico a mi tienda. La mayoría de ellas habían sido para adelantarme el pago del mes, o para alguna consulta de X persona del pueblo. - ¿Está interesado en su compra?

Mas, por supuesto, no debía olvidar que la presencia aquí de Emma Swan, la salvadora, estaba alterando la mente de todos aquí. Incluso la mente del psiquiatra inconformista y tímido que era Hopper.

El señor Gold cogió una de las marionetas, la de forma femenina, y Archie Hopper pudo verla más de cerca. El psiquiatra no era demasiado entendido en madera ni tallas (eso se lo dejaba al carpintero del pueblo, Marco Bianchi) pero aún así se notaba que eran magníficas. Con un realismo fuera de lo común. Archie Hopper ya empezó a imaginarse de donde podían proceder, y de la historia que habría detrás de aquellas dos piezas. Al psicólogo le gustaba hacer eso a veces, tal vez ese fuera otro de los motivos por los que le encantaba aquella tienda; era capaz de inventarse mil historias que rodeaban a esos objetos.

Era cierto. Las marionetas estaban en la tienda de Gold desde hacía mucho, muchísimo tiempo -desde siempre-, si Archie Hopper no se había fijado antes en ellas era porque no había querido fijarse en ellas. ¿Tenía esto algún sentido? Pleno. Porque esas marionetas eran tan fascinantes como aterradoras. El psicólogo no sabría explicar bien por qué, pero era eso lo que le transmitían; horror y esperanza.
-¿Puedo preguntar de dónde vienen? Yo... no soy experto en tallas, pero éstas parecen muy reales.-su historia. Archie Hopper quería conocer su historia, porque todos los objetos tienen una.

No había acudido aquel día con la expresa idea de comprar algo. A Archie Hopper también le gustaba mirar (Dios, ¡le encantaba mirar!), podía pasarse horas y horas recorriendo pasillos enteros de libros, antigüedades o clásicos vinilos de Jazz sólo por el simple gusto de observar y conocer. Pero de vez en cuando encontraba algo... algo especial, y tenía la necesidad de tenerlo para él. Como si eso pudiera llenar de alguna forma el hueco de su soledad.
-Sí, sí me interesa -dijo convencido-. ¿Se venden juntas o por separado? -se obligó a preguntar, porque no podría comprar una sin la otra; de pronto, separar a la pareja se le antojó una idea horrible.

"Son un matrimonio, doctor. No podría separarlos ni aunque usted me ofreciese una gran suma de dinero".

Eran palabras, palabras normales y corrientes. Una frase formulada con total coherencia y cohesión, que no tenía por qué esconder más de lo que quería decir. Pero había... había algo detrás. Siempre había algo detrás de las palabras del señor Gold.

Archie Hopper miró las marionetas por segunda vez, y una sensación extraña le recorrió. Algo familiar. Y recordó una tarde de domingo, cuando él era pequeño, muy pequeño. Era una tarde opaca y gris, como el recuerdo en sí; borroso. Pero aún así... la imagen de aquel niño jugando con un teatrillo de marionetas estaba ahí. No podría decir con seguridad si era él o no. ¿Era él? ¿se trataba de su infancia? Sus recuerdos siempre habían sido demasiados confusos y escuetos. Pero era algo normal; había pasado tanto... tanto tiempo.

-El señor Bianchi tiene muy buena mano, entonces -contestó, mientras acariciaba con la llema de los dedos la suave madera. Esos dos objetos parecían traídos de otro mundo. Se le vino a la mente la figura del italiano, siempre le pareció un hombre gentil, y trabajador, muy trabajador. LLevaba un oficio modesto pero con muchos años de antigüedad- Me los llevaré. Los dos -decidió.

La presencia del psicólogo hoy en mi tienda me hacía mucho más feliz de lo que él pudiese imaginar. En un principio había sido molesto tenerla, al fin y al cabo no solía gustarme el pelirrojo por su constantes intentos de psicoanalizarme, pero hoy y más después de esta compra, me había alegrado. Porque su presencia aquí significaba que la maldición avanzaba hacia su ruptura, que pese a que las marionetas no iba a desatar que repentinamente sus recuerdos se abriesen en su mente, a él también le estaba afectando. Porque que él se hubiese fijado finalmente en aquellas realisticas obras de arte, arte oscuro, significaba que la fecha de poder salir de este pueblo para buscar a Bae estaba llegando.

Todo eso me tenía exaltado, nervioso, como el duendecillo malvado que había sido hacía poco menos de tres décadas. Pero por fortuna "mi Gold" interior me impedía ponerme a saltar y a dar palmadas de un lado a otro canturreando "Oh queri, queri, querido" como justamente andaba haciendo mi mente. Estaba serio, controlado, sin ninguna expresión en mi rostro que le hiciese imaginar lo que había en mi interior.

- Perfecto entonces, Doctor Hopper - le dije con el fantasma de una sonrisa adornando mi cara ¿Amable? No, yo nunca era amable, pero sí educado. Me moví hasta el mostrador donde estaba la caja registradora y tecleé en esta para que se abriese. Salió una factura y tras esto el precio de ambas marionetas. - ¿Puedo preguntarle por qué querría tenerlas? No le he visto ningunas antes - pregunté estirando tal vez la maldición un poco más de la cuenta, no pude evitarlo, tampoco quise.

La pregunta dio en el clavo, pero ni si quiera el propio Archie podría dar una respuesta convincente. Sí, ¿por qué quería tenerlas? Eran sólo dos muñecos de madera, que no servirían más que para...estar. Simplemente estaban. Si lo pensaba bien, tampoco había necesidad de tenerlas. Lo más que harían eran decorar su salón lleno ya de por sí de cacharros viejos, libros antiguos y vinilos. En resumen; más polvo que quitar. Aparentemente, no había nada por lo que Archie decidiera quedarse con aquellas dos figuras de madera. Pero era eso... aparentemente. Si le contaba al señor Gold el motivo real por el que se sentía de pronto y tan extrañamente vinculado a esas marionetas, seguramente lo tomaría por loco, o por un rarito. Aunque lo cierto era que Archie Hopper era una persona curiosa; siempre solo, siempre con su eterno dálmata. Algo así como el propio señor Gold, pero mucho más frágil. Porque al dueño de la tienda de antigüedades parecía no importarle demasiado la soledad, pero la soledad era algo que Archie Hopper no llevaba del todo bien. En cualquier caso, ¿qué más daba todo eso? ¿dónde nos habíamos quedado ahora?...

El señor Gold le extendió la factura, y Archie Hopper pagó. No es que el psicólogo fuera derrochando su dinero cada dos por tres comprando figuras de madera como un excéntrico coleccionista -aunque algo de excéntrico coleccionista sí que tenía-, Archie Hopper no era una persona caprichosa. El negocio iba bien, lo que le permitía mantener un nivel de vida estable. En definitiva, a sus 37 años, Archie Hopper era un hombre con todo atado; una casa propia, un negocio propio... y un perro propio. Sí, éso era lo único que tenía. Hasta que llegó Mei Ling, claro. De pronto pensó en la idea de regalarle las marionetas a ella. ¿Le gustaría? ¿las odiaría? ¿sería alérgica a la madera? ¿podía existir alguien alérgico a la madera?
-Bueno, digamos que... me recuerdan a algo de mi infancia. Nostalgia de otros tiempos -respondió sin más, ladeando una sonrisa gentil. ¿Para qué añadir nada más si ni siquiera él sabía bien qué contestar a eso?

-Gracias, señor Gold. Ya volveré en otra ocasión. Que tenga un buen día -Archie Hopper recogió su compra orgulloso y salió con su paragüas y la bolsa donde llevaba las marionetas perfectamente envueltas. Fuera empezaba a nublarse; Archie abrió su paragüas y se marchó camino a su apartamento.